En un crepúsculo entreabierto de un inframundo colmado de una fe ciega y enceguecedora, el agua corriente se desperdicia en la soledad de una estación de tren y se diluye en la melodía de un pórtico que se abre para dar paso a las devotas; sus espaldas sin rostro anuncian el devenir de un viaje con mil retornos. En la interioridad de un perímetro cercado por antiguas historias, y bajo una bóveda turquesa del color del tiempo, ellas danzan de rodillas "el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable", declinando sus rostros cubiertos por manos siempre extrañas. Una llave jamás revelada abre las puertas oxidadas del habitáculo de aquellos demonios infantiles colgados en la cuerda de la memoria intermitente. Quedan allí, suspendidas en un revés sin derecho. Una abertura lumínica irradia un sutil resplandor; los tentáculos de una muerte sórdida abren el pasaje a la desaparición. El movimiento pendular de una soga desnuda la intemperie de todos los muertos sin cuerpo que fragmentan la redención. El filo de una tijera olvidada irrumpe el corte nupcial entre la razón y la fe. Una goma resquebrada destruye los cimientos de los errores fundantes, cuya inscripción abre las puertas a un cielo negro que pronuncia: "(H)errar es humano, borrar es divino". Se despliega el frenesí del cuerpo y la ebullición de la sangre redentora culmina en un ojo oceánico, que es lucha cotidiana con los monstruos que habitan en las profundidades del espíritu. El alma pura se tiñe de tinta madre y transforma el líquido divino. Las aguas negras calman la sed de aquella niña muerta que busca eternamente el vaso; ella se convierte en pesadilla y sus pies alcanzan el final del umbral. Unas lenguas de fuego detrás de las devotas anuncian la llegada de lo inesperado, suspirando en un ahogo lo indecible. El barro fundacional abre sus costillas que se rasgan en la carne molida por la oración, repitiéndose para dar comienzo al nacimiento de la humanidad. La crucifixión es ahora símbolo de una nueva presencia que sólo se halla en la ausencia divina. Una pala innombrable cava la fosa de los secretos, es reminiscencia de la clausura. En la intimidad de un recinto, la humedad de una tina grita "¡por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa!", se libra a las infieles de la pureza circunspecta, y caen los estigmas débiles como una hoja de arroz. Amén el cuerpo, cada una danza su propio apocalipsis.
Guión poético de "Ernestina. (H)errar es humano, borrar es divino".